Mi viejo diario, sólo es una cita incompleta, con la que
me encontré, hace ya unos años, un día que andaba algo deprimido por haberme
abordado una vez más la evidencia de que el tiempo pasa tanto si lo aprovechas
como si no. A fuer de reiterarme, sirvió para que mis lamentaciones fuesen
adquiriendo cuerpo de versos (lamentables, también, pues servidor no nació para
poeta); además, versos que sobrevinieron con alma de amapola, sometidos al
contexto efímero de una situación pasajera, irreconciliables con la realidad al
poco tiempo, cuando se produzca el más leve viraje en el rumbo de los
acontecimientos o en el ánimo de quien los escribió.
Como ocurrió en
realidad. Versos que son olvidados al día siguiente de haber sido escritos,
pero que de vez en cuando -cual bacteria siberiana- resucitan al amor de un
proceso anímico propicio y recobran toda su expresividad y actualidad
originales. Así, a lo largo de estos años en varias ocasiones he recurrido a su
relectura, no se muy bien si como bálsamo o conjuro contra una coyuntura, o
simplemente para someterme a ella.
Ahora, aunque
no se muy bien por qué, pues no es precisamente motivado por mi estado anímico
del momento, he visto en aquello que escribí un título apropiado. Quizás porque
en mis adentros esté convencido de que la sensación descrita presida este
blog.
Aquellos versos
decían así:
Los largos años
invalidados;
el presente
indivisable.
La imaginación
deplorada e infecunda.
Cárcel
definitiva
donde la
provisionalidad perpetuada del ser
te niega la
vida de por vida.
El paliativo de
la esperanza
sin el curativo
de la fe.
La lamentación
estéril.
El horizonte
invisible, que sólo se supone.
La herida
patética de las contrariedades.
Sensaciones
súbitas del alma, de los sentidos.
El cáliz
acibarado de la memoria imborrable.
Cuando se apaga
la fe
la esperanza se
duerme.
¿Para siempre?
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